lunes, 19 de enero de 2009

Oda al ancla

Estuvo allí, un pesado
fragmento fugitivo,
cuando murió la nave
la dejaron
allí, sobre la arena,
ella no tiene muerte:
polvo de sal en su esqueleto,
tiempo en la cruz de su esperanza,
se fue oxidando como la herradura
lejos de su caballa,
cayó el olvido en su soberanía.

La bondad de un amigo
la levantó de la perdida arena
y creyó de repente
que el temblor de un navío
la esperaba,
que cadenas sonoras
la esperaban
y a la ola infinita,
al trueno de los mares volvería.

Atrás quedó la luz de Antofagasta,,
ella iba por los mares pero herida,
no iba atada a la proa,
no resbalaba por el agua amarga.
Iba, herida y dormida
pasajera,
iba hacia el Sur, errante
pero muerta,
no sentía su sangre,
su corriente,
no palpitaba al beso del abismo.
Y al fin en San Antonio
bajó, subió colinas,
corrió un camión con ella,
era en el mes de octubre, y orgullosa
cruzó sin penetrarse
el río,
el reino de la primavera,
el caudaloso aroma
que se ciñe a la costa
como la red sutil de la fragancia,
como el vestido claro de la vida.

En mi jardín reposa
de las navegaciones
frente al perdido océano
que cortó como espada,
y poco a poco las enredaderas
subirán su frescura
por los brazos de hierro,
y alguna vez florecerán claveles
en su sueño terrestre,
porque llegó para dormir
y ya no puedo restituirla al mar.

Ya no navegará nave ninguna.

Ya no anclará sino en mis duros sueños.

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